Reflexiones sobre el islam político insurgente: A veinte años del estallido de la Segunda Intifada

Un hombre es evacuado por paramédicos tras la explosión en la cafetería Frank Sinatra de la Universiadad Hebrea de Jerusalén el 31 de julio de 2002 Foto archivo: REUTERS/Gil Cohen Magen

Esta semana se cumplen veinte años del estallido de la Segunda Intifada. Recuerdo muy bien aquellos días febriles, aquí en Jerusalén. Las conversaciones de paz en Camp David se derrumbaron a fines de julio. Después de eso, era evidente que algo se avecinaba, aunque nadie sabía exactamente qué. Habían manifestaciones turbulentas en los campus de las universidades al comienzo del otoño. En ese entonces, me encontraba estudiando para mi Doctorado con casi 30 años de edad; no era ni observador ni testigo. Más bien, en esa época, me parecía que el curso de los acontecimientos ofrecía una reivindicación triunfal de las ideas que había estado profesando durante los últimos cinco años.

No hacía falta tener una visión especial para ver los enormes agujeros en el proceso de paz de la década de los noventa. Uno simplemente tenía que despojarse del profundo anhelo de paz y normalidad que era el estado de ánimo predominante en la sociedad israelí en ese momento. Yo no era parte de la corriente mayoritaria de la sociedad israelí. En realidad, era un inmigrante sionista de Londres, me apasionaba la historia y aborrecía a aquellos a quienes percibía como enemigos de Israel y los judíos. Leí la propaganda de Fatah y Hamas, escuché sus amenazas y estaba esperando lo que pensaba que estaría por venir, esa tarde de principios de otoño temprano afuera de la cafetería Frank Sinatra. En el campus de Mount Scopus de la Universidad Hebrea. La guerra. Y la victoria. Con el hermoso cielo otoñal de Jerusalén por encima mientras nosotros y los estudiantes árabes nos amenazábamos mutuamente. Afuera de la cafetería que sería volada por los aires por una bomba de Hamas el 31 de julio de 2002.

Tuvimos definitivamente nuestra guerra. Comenzó con los asesinatos en las patrullas conjuntas, luego vinieron los primeros días de octubre, cuando parecía por momentos que estaba a punto de estallar una revuelta generalizada de la población árabe, incluidos aquellos que tenían ciudadanía israelí. Los primeros atentados con bombas en Jerusalén comenzaron en noviembre. Los disparos en las carreteras empezaron casi al mismo tiempo.

Los años subsiguientes presenciaron atentados con bombas en autobuses y cafeterías, mientras toda una generación de soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) pasaba largas semanas del servicio de reserva en diferentes partes de Cisjordania. Rápidamente fue evidente, tal como se había predicho, que ésta no era una lucha nacionalista, sino más bien, las organizaciones que estaban en contra nuestra estaban envueltas en las banderas del islam político insurgente. Las tácticas, principalmente los atentados suicidas con explosivos, pero también el deseo general de destruir nuestra voluntad mediante el ataque deliberado a civiles, habían sido tomado prestadas de la jihad chií libanesa de Hezbollah.

Creo que este punto es crucial para comprender la trayectoria y los resultados de la «Intifada de Al Aqsa». Fue la primera erupción del islam político en su forma insurgente contra una democracia occidental. Al principio parecía extraño, pero luego se convertiría en un presagio.

Un año después, cuando estábamos en medio de los atentados suicidas, Al Qaeda destruyó las Torres Gemelas de Nueva York. Esto marcó el comienzo del enfoque global sobre la cuestión del islam político insurgente. Las invasiones de Afganistán e Irak, a su vez, llevaron el problema de la disfunción política de Oriente Medio de manera decisiva al centro del discurso político occidental.

Amplificaron este enfoque los posteriores ataques islamistas en Madrid, Londres y París, y muchos otros lugares de Occidente.

Luego, en 2010, tras los desafíos al esclerótico orden político en el mundo árabe; llegaron la movilización popular islámica y la insurgencia, finalmente, en forma masiva al corazón del propio mundo árabe islámico. Alcanzó su expresión más pura y genuina en la forma del Califato del Estado Islámico (ISIS). No cumplió nada de lo que había prometido. Ni dignidad. Ni victoria. Ni tampoco el eclipse de los enemigos, sino que provocó una reacción masiva contra sí mismo, que resultó ser más fuerte.

Desde la perspectiva privilegiada de Jerusalén, todo esto parecía ser una especie de gigante reflejo de la sombra de nuestras propias experiencias durante el período de los años 2000-2004. Las mismas ideas, las mismas organizaciones, las mismas consignas, incluso las mismas tácticas. Pero empequeñeciendo nuestra propia experiencia por el costo y el enorme volumen de destrucción que se produjo en el corazón del mundo árabe en los años posteriores a 2010. Y en Siria, por sobre todos los demás lugares. Pero no solamente en Siria.

Entonces, hay una forma y una trayectoria. Y me parece que esta historia, por sobre todas las cosas, es la historia del ascenso y el declive de una idea política revolucionaria en particular. Esa idea es el islam político insurgente. Este es el punto crucial que quiero dejar en claro. Un punto que me resulta extraño resaltar porque esta idea ha sido una compañera íntima y una enemiga de mi generación (o al menos del rincón particular en el que vivo) durante los últimos 25 años. A medida que crecimos desde la juventud hasta la madurez. Vimos como llegaba a su terrible adultez y presenciamos su declive. Porque el punto fundamental es que el islam político insurgente, o «islamismo», de hecho, ahora parece estar en declive. Su eclipse y su creciente decrepitud no son menos crudos ni menos significativos que el declive similar de su predecesor, el nacionalismo panárabe.

Observe el mundo árabe parlante. ¿Dónde se puede encontrar una insurgencia dirigida desde abajo? ¿La jihad, la revuelta popular, del estilo adoptado por la Segunda Intifada y luego presenciado en una escala mucho mayor en Siria, Irak, Yemen, Libia, Egipto, Túnez, Baréin? En ningún lado.

Claramente hay desorden. El resultado final de diez años de caos es que grandes extensiones del mundo árabe parlante están en ruinas. Pero en toda esa ruina, con sus gobiernos apenas funcionan y otros que directamente no lo hacen en Libia, Yemen y por todo el espacio denominado de manera oficial como Irak, Siria y Líbano, lo que uno encuentra no es insurgencia popular, sino más bien las manipulaciones de estados y sus clientes obedientes.

Paradójicamente, el principal legado del despedazamiento del mundo árabe por parte de la insurgencia islamista es la muerte clínica de varios estados árabes y la penetración en ellos de varias potencias regionales y globales no árabes. Estas potencias – Irán, Turquía, Rusia, Estados Unidos – utilizan a las organizaciones remanentes de los insurgentes como contratistas y carne de cañón para sus propios proyectos.

Mientras tanto, el islam político ha pasado a la fase de su existencia en donde, ya no es más un estandarte insurgente, sino ahora es un adorno que los estados poderosos utilizan para justificarse a sí mismos. Hoy, lo llevan Turquía e Irán, y esta es la principal relevancia que le queda.

Pero en ambos casos, el islam político se fusiona con una especie de revanchismo imperial como idea justificativa principal de los regímenes. De cualquier modo, se trata en gran medida de un asunto vertical – de arriba hacia abajo-, con insurgentes reclutados como contratistas militares. Los exrebeldes islamistas sunitas del norte de Siria, por ejemplo, son ahora llevados en camiones de aquí para allá por el estado turco y la compañía SADAT de Adnan Tanriverdi – a Libia, a Azerbaiyán. Las diversas milicias que el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica iraní entrena – Fatemiyun y Zeinabiyun – trabajan a cambio de pequeños salarios y derechos de residencia para los refugiados chiíes que conforman las tropas.

Si esto le suena, debería hacerlo. Ésta es una etapa por la que tanto el nacionalismo árabe como el comunismo soviético también han atravesado antes de disolverse. Mucho después de existir como idea revolucionaria, el nacionalismo árabe se convirtió en la excusa vacía ofrecida por una serie de estados policiales árabes para existir y reprimir. Y mucho tiempo después de inspirar a millones, el comunismo soviético siguió siendo la ideología que justificaba varias dictaduras duras y sofocantes en Europa, Asia y África.

El islam político atraviesa ahora esta fase de su existencia. Esto significa que, como idea, apenas importa. Los estados han vuelto. Oriente Medio está ingresando en una etapa de gran competencia de poderes. El reciente acuerdo entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos fue un acontecimiento importante en este proceso de cristalización de alianzas.

Tres bloques de poder ahora prevén competir en el Golfo, el Mediterráneo y por los espacios semi-gobernados del mundo árabe parlante. Dos de ellos – aquellos los liderados por Irán y Turquía- presentan el islam político en su etapa post-insurgente. El tercero, aquel de Israel, Arabia Saudita, Egipto y los EAU, constituye el campo de la reacción contra el islam político insurgente, que lo ha derrotado.

Nos encontramos, así parece, al final o en las últimas etapas de una trayectoria. Se trata de la trayectoria de una idea, que surgió, ascendió, fue conquistada, y cuyo legado es una región estropeada y dos décadas de insurgencia y guerra civil. No sabíamos lo que vendría, en ese entonces, en el verano del año 2000, en Jerusalén, en los curiosos meses interinos entre el fin de las radiantes esperanzas de la década de los noventa y lo que iba a reemplazarlas. Ahora sí lo sabemos.

En cuanto a lo que vendrá, habrá ganadores y perdedores. Irán y Turquía seguirán mostrándose como representantes de la autenticidad y pureza islámicas. Habrá pocos compradores. Una de las características de las ideologías en su fase senil, cuando pasan a formar parte del lenguaje que utilizan los regímenes para justificarse, es que nadie está realmente convencido de ellas. Ni siquiera las personas que les sirven, y ciertamente nadie más. El juego por venir es la competencia por el poder, dirigida por las élites gobernantes desde arriba. Mientras tanto, entre la generación emergente, parece haber mucho cinismo, tal vez una saludable indiferencia ante todas esas narrativas y una búsqueda principalmente del avance personal.

Aquí en Israel, como en las otras áreas en las que islam político insurgente tiene como objetivo su destrucción; lo hemos superado. Estamos bien plantados para poder florecer en el período venidero, con la condición de que podamos mantener nuestro propio y profundamente tenso contrato social – expuesto crudamente por el Covid-19. La idea que por primera vez brotó y trajo consecuencias reales en el mundo árabe en Jerusalén, y que por un momento parecía a punto de disputar el mundo, ha sido derrotada. En 2020, a veinte años del estallido de la Segunda Intifada, la era de la insurgencia islamista en Oriente Medio parece haber terminado.

Fuente: www.JonathanSpyer.com

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