Qué significa ser hija de sobrevivientes

30 septiembre, 2019 , , ,

A la memoria de mis padres, Gitla Kohn y Leizer Rubin.

En todos estos años que he escrito mis artículos para éste diario he tocado temas de lo más diversos pero nunca hasta ahora sentí la necesidad de poner por escrito mis pensamientos acerca de lo que significó para mí ser hija de sobrevivientes de la Shoá. Y creo que ya es hora de hacerlo dado que los que estuvieron en el ojo de huracán poco a poco nos van dejando entonces somos nosotros, sus descendientes, los que debemos tomar la posta y seguir con la transmisión para que ese horror no se olvide y la palabra Auschwitz no se banalice.

Durante mucho tiempo en mi vida pensé que mi familia no había tenido que ver con el tema Shoá hasta que una vez llegada a la adolescencia comencé a notar que mi vida era por cierto muy distinta al resto de mis compañeros. Todos tenían familiares, tíos, primos, hermanos, en fin, lo que se dice una vida normal. Hasta ese momento ser tan sólo tres me resultaba casi como un estado natural en la vida y no lo cuestionaba. Pero cierto día me vino a la mente una idea que a medida que iba creciendo en mi imaginación empezó a tomar dimensiones monstruosas y era: “qué sería de mí si algo les llegara a suceder a mis padres, quién se iba a ocupar de mí”. Y mi respuesta fue instantánea: el orfanato público. Entonces se me impuso una idea un tanto paradójica, que para poder dormirme tranquila me imaginaba que los tres nos tomábamos de las manos y nos arrojábamos a un precipicio así ninguno se quedaría sin el otro, y con esa idea absurda, amén de horrenda, recién ahí podía conciliar el sueño. Cuando cumplí la mayoría de edad ya no me hizo falta, yo ya era dueña de mi vida y tenía las suficientes herramientas como para sostenerme y ni qué decir del desmedido esfuerzo de mis padres como para tener toda mi existencia asegurada.

Hijos únicos hay muchos pero rodeados a veces de un montón de primos, tíos, en fin, alguien próximo a la familia a quienes se pueda acudir en caso de necesidad. En cambio mi vida era un mundo absolutamente solitario amén de silencioso. En mi casa no se hablaba, no se contaba. No se mencionaba el nombre de nadie. No había ni pasado ni historia y ni de los muertos tenían nombre. Mi padre era como un árbol arrancado de cuajo, sin raíces ni pasado. Yo no sabía nada de su pueblo, ni la dirección de su casa, ni el nombre de sus hermanos y sobrinos muertos. Si yo intentaba preguntar algo un profundo sentimiento de angustia lo invadía y no podía pronunciar palabra, sólo podía oírsele decir: “por qué lo dejé ir”. Con el tiempo fui entendiendo que ese reproche a si mismo se debía a que permitió que su hermanito menor no subiera con ellos al tren rumbo a Bialystok, tomando cada vez más distancia de los alemanes que habían invadido Polonia. Y esa decisión entre los hermanos, seis en total, ese acto que pareciera insignificante marcaría dos destinos radicales en la vida de ellos: mis padres sobrevivieron en Rusia, el resto, o sea, toda la familia Rubin moriría cremada en Auschwitz. Y decir toda la familia implicaba a mis abuelos, tíos, primos, primos hermanos de mi papá, en fin, lo que se dice “un familión”, concepto que para mi cabeza y mi historia es impensable, yo no salgo del tres, ampliar ese horizonte familiar es una pura metáfora, una poética que me es impensable.

Después de seis años de permanecer hacinados en un campo de concentración ruso, taladrando árboles a 40° bajo 0, comiendo nada, mi padre a la edad de 27 años pierde toda su bella dentadura debido al escorbuto y la inanición, y mi madre casi es enviada a Siberia por un error de cálculos en un expendio de pan del cual ella era responsable. Pero al menos no estuvieron solos, se tenían el uno al otro, su flamante esposa, la que ha sido mi madre, por el lapso de 49 años de casados no llegando a las bodas de oro puesto que mi padre fallece de un cáncer de próstata unos meses antes de cumplirse ese nuevo aniversario de bodas. O sea, se casan y parten rumbo cada vez más al Este escapando del nazismo siendo su luna de miel un campo de concentración ruso. Ironías de la vida donde no se puede hablar de destino sino de esa mala fortuna del azar que le toca en la vida a cada sujeto. Pero al menos conservaron la vida cosa que no es un bien menor. Sería luego el Joint el que les daría albergue en Munich a esos pobres desahuciados de guerra, los nominados Sherit Hapleitá, “el resto del resto”.

¿Por qué Munich? Porque era el sector que le pertenecía a los americanos y allí los enfilaron dado que ninguno de los dos quiso volver a Polonia llena aún de antisemitas que cuando el tren para en el andén oye que le gritan “¡miren cuántos quedan todavía!”. La maldad no tiene límites ni se ha inventado aún un antidoto contra ella. Pero ese nivel de maldad es improferible, no hay vocablo que la defina.

Mi madre recién allí, en Alemania, queda embarazada de una nena y que en la noche del 24 de diciembre de no sé de que año, si fue en 1945 ó 1946, nace muerta por la asfixia de una circular de cordón umbilical. La vida otra vez se vuelve a ensañar con esta pobre pero valiente mujer. La niña nacida muerta llevó por nombre Tzipora, el de mi abuela materna. Años después nacería yo en un parto difícil, y como un último intento, peligroso debido a que mi madre padeció de una fiebre reumática en el campo de concentración y le dañó la válvula mitral. Pero así y todo, hete aquí que yo soy parte aún de éste mundo. De un mundo al que he traido dos maravillosas hijas y que nos dieron dos criaturas que son mis nietas. La barbarie no nos amedrentó. Aún estamos acá, como judíos y como seres humanos pensantes, trabajadores, profesionales, escritores, en fin, un pueblo que no lograron borrar de la faz de la tierra.

En mi Munich natal gozan de unos cuantos años de bonanza, pero para un sobreviviente era impensable radicarse en el país de sus verdugos y asesinos de toda una familia numerosa que fuera parte de los 6.000.000 de judíos masacrados en la Shoah. Y es así como nosotros tres emprendemos una larga travesía rumbo a la Argentina, un país que nunca tuvo nada que ver con nosotros y nuestras costumbres europeas.

Vinimos en el barco Provence bajo bandera francesa. Y aquí comienza otro capítulo horroroso, una epopeya al mejor estilo de Ulises.

Por qué la Argentina, siempre me lo pregunté. Un país francamente antisemita con un Perón al mando que sostuvo una ideología pro nazi y que abrió sus puertas a cuanto criminal nazi escapado pusiera su oro malogrado, engrosando las listas con nombres como Mengele, Eichmann, Priebke y muchos otros altos jerarcas SS que llegaron con pasaportes falsos emitidos por la Cruz Roja internacional, dándose la buena vida mientras que a los pobres sobrevivientes les era prohibida la entrada a este país. La respuesta a mi pregunta ¿por qué Argentina?, porque aquí vivía la hermana mayor de mi madre, la tía Neshe. Había venido de Europa antes de que se desatara la guerra junto a su esposo y la familia de éste, los Migdal. Se establecen cómodamente en la Argentina y gozan de un buen pasar económico, y que la palabra Holocausto les era tan sólo un gran titular de los diarios, una palabra teórica, que no supieron lo que en verdad significaba estar encerrado en un campo de concentración padeciendo hambre, frío, miedo y falto de libertad por el lapso de seis años en la vida de un ser humano. Y es así que nos dicen: ¡Vengan!, como quien dice “agua va”, sin advertirnos que Perón no dejaba entrar judíos salvo aquellos que venían con pasaportes falsos y certificados de cristiandad, o aquellos que entraban por Paso de los Libres de manera ilegal. Y esto lo señalo para los olvidadizos que no toman en cuenta que el peronismo tiene su cuna embebida en el fascismo, y adherir a ese régimen para un judío me resulta impensable amén de ser un tanto ignorantes de la historia del siglo XX.

Y es así como nosotros tres, ingenuos, inadvertidos y no asesorados llegamos al puerto de Buenos Aires como los “Rubin judíos” venidos de Europa. La única cosa que tocó suelo argentino fueron nuestras pertenencias que quedaron confiscadas en la Aduana, en cambio nosotros tres derechito de vuelta ahí por donde vinimos. Volvimos a Marsella, otra vez rumbo a la Europa que habíamos dejado atrás. El silencio se iba profundizando y el horror agrandado. Nos gastamos todos nuestros ahorros entre el viaje de vuelta y otra vez de ida pero esta segunda vez en avión, hoteles, papeleríos, burócratas, trámites, sin poner en la cuenta la desesperación y el desamparo de mis padres en un país extranjero, sin idioma y ya sin dinero y con una criatura de tres años que era yo, comiéndose en cada bocado de pan la angustia que se respiraba en el aire. No hacía falta decir nada. Después de tres meses de deambular por Marsella volvimos a la Argentina, esta vez en avión con un pasaporte que decía “de transito a Bolivia”, país al que nunca llegamos.

Vinimos por segunda vez a este país “errado”, difícil, equivocado según mi entender el 26 de enero de 1952, como diría mi mamá “justo seis meses antes de la muerte de Evita”. Mi tía Neshe jamás tomó en cuenta la dimensión de su desidia, su desinterés y su poca colaboración para con sus tres familiares hambrientos que habían gastado todos sus ahorros en esa doble travesía y que anclaron en un horrible conventillo del barrio del Once, sucio, miserable y lleno de lumpens. Jamás una ayuda económica siendo ella y su familia parte de una clase social adinerada, que su marido, mi supuesto tío, iba tras los pasos de mi padre alertando a los hilanderos que no le dieran crédito al gringo que comenzaba con el nuevo oficio de tejedor, en esa paupérrima maquinita de tejer en el cuartito del conventillo para hacerse de una nueva profesión y dar de comer a su familia, confesión que me llega de boca de mi madre en su último aliento antes de morir. La maldad no sabe de credos, religiones ni lazos de parentesco, cuando se es un canalla no importa en quién se la practica. Incluso la tía Neshe, la hermana mayor de mi madre, cuando se le pedía un préstamo para poder sobrevivir, recibíamos por respuesta: “ dále Gitel, sacá del “knipale”, nombre que se da a ese pañuelito anudado de las mujeres que no sólo atesoran sus ahorros sino sus secretos femeninos. A lo que mi mamá respondía: “qué knipale Neshe, si nos lo gastamos todo en tanto viaje”. Igualmente la ayuda nunca llegó. Y yo veía a mi papá salir sigilosamente con una valijita que mucho más tarde en la vida supe que allí llevaba de a poco la cristalería, los platos de porcelana, los cubiertos de plata, y en esa venta callejera y a destajo pudimos sobrevivir, no morir de hambre en el contrapunto del cual éramos testigos de ver la opulencia de los Migdal.

Pero la vida también se cobró su deuda en la persona de mi tía que fue internada en un manicomio público por su querido esposo Shimon debido a un arranque de celos de ésta ya cansada de soportar por parte de su marido tantas infidelidades con cuanta puta se le cruzaba en el camino. Entonces, un día de esos decide quemarle la cara en un arrebato histérico. Nunca le levantó la causa penal dejándola olvidada en el hospicio psiquiátrico de mujeres, el Moyano, hasta el día de su muerte, o sea, vivió en el loquero durante 27 años. Mi madre era su curadora, y quien quisiera venir a visitar a la enferma debía hacerlo en compañía de mi madre. El hijo de ella, que vivia en Brasil sí venía a visitarla, la que nunca osó hacerlo fue su hija menor, empachada de su propio narcisismo pensando que era el ombligo del mundo y que el único dolor era el suyo sin tener en cuenta que un marido brutal, su padre, encerró a su esposa de por vida en el peor campo de concentración vitalicio como lo fuera el hospicio psiquiátrico para mujeres Moyano. Y cual ratas que abandonan el barco, nos encajaron “al muerto” y el resto huyó rumbo a Brasil. El marido, la amante y los dos hijos, haciendo de esta mujer lo que se conoce legalmente con la carátula de “abandono de persona”. Fue la pobrecita de mi madre la que durante todos esos años le llevaba a su hermana internada queso blanco y torta casera, no siendo rencorosa con ella por el abandono que hizo con nosotros, y respondía cada sábado a la pregunta que le hacía mi padre: “Gitel, a dónde vas??, y ella decía “a dorten (allá)”, como si yo no supiera lo que esa palabra significaba. Ir al manicomio era un lugar innombrable por la mancha social que ello implicaba en esa época. Luego vendría la advertencia sobre mí: “Belita, no digas a nadie que tenés una tía internada, sino nadie va a querer casarse con vos”.

Y es debido a ello que a pesar del largo viaje y la promesa de una vida familiar que no fue, que yo a los cinco años me encontré nuevamente sola, cargando con semejante secreto familiar en un país donde ni el idioma, ni las costumbres, ni la cultura eran afines a la educación europea de mis padres, y por ende tampoco la mía hasta el presente.

Ellos tuvieron su holocausto, y con esta historia yo he tenido el mío propio.

Y como refiere el poeta: Y yo me iré y seguirán los pájaros cantando, puedo decir que a pesar de todo la vida sigue andando y he aprendido a reconstruirme de las cenizas, armando mi propia familia con un compañero de senda maravilloso y dos solcitos que son mis hijas. Y hoy puedo sumar en la cuenta a mis dos maravillosas nietas.

Entonces, podemos afirmar que ésta vez los malos no han ganado, que los nazis perdieron la partida en cuanto a querer exterminar a un pueblo, que mi tío Simón tuvo que soportar de por vida tener un rostro quemado cosa que no le habrá sido muy beneficioso para sus levantes y amoríos, que mi pobre tía sufrió su propio holocausto en un psiquiátrico público que se puede decir muy afín a un campo de concentración, y yo puedo afirmar y con altura: “Wir sind noch hier, wir sind noch da!!”. Nunca se sabe cuál ha de ser el último camino, mientras hay vida, el camino se hace al andar. ¡Aún estamos acá!

Acerca del autor. Psicoanalista, autora del libro Auschwitz paradigma del Mal del siglo XX. Análisis psicoanalítico, social y político. Letra Viva Editorial, Buenos Aires 2012.

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