Parashat Lej Lejá

30 octubre, 2020 ,
Cananeos cautivos. Decoración del palacio de Ramsés III - Foto: Wikipedia - CC BY-SA 4.0

El desafió de descubrir la “Tierra que te mostraré”

En buena parte, nuestra personalidad es determinada genéticamente. El ambiente y las experiencias de la vida (padres, compañeros de escuela, sociedad, amistades, cultura, etc.) se ocupan de moldearnos en una dirección u otra. El margen de cambio de la forma de ser es por lo tanto reducido. Tenemos tendencias de repetir conductas. Errores y aciertos. Y la ley del menor esfuerzo nos abraza, esclavizándonos a sus reglas. Una persona sana tiene una buena dosis de variabilidad y flexibilidad que le permite adaptarse a distintas situaciones. La salud se comprueba en la medida en la que se puede salir de los límites de los territorios que si bien pueden sentirse propios, nos paralizan.

Debemos aprender salir de nuestra tierra, de nuestra parentela, de la casa de nuestros padres, y de sus trabas, para poder elevarnos a la búsqueda de “la tierra que te mostraré”. Esa tierra que si bien no tiene fronteras, no es de fácil acceso, porque en su entrada exigen el certificado de haber tomado la decisión correcta, contar con una mente nueva y llevar el corazón dispuesto a luchar para poder descubrirla y conquistarla. Resistiendo la tentación de abandonar los esfuerzos y regresar desandando el camino en búsqueda de la fantasía mítica de la seguridad de lo conocido. Que según el dicho popular, uno de los tantos, tan equivocados, reza que es mejor malo conocido por bueno por conocer. Terrible mentira que nos hace involucionar y retroceder en nuestro crecimiento.

No es fácil descubrir por uno mismo los cambios que se deben realizar para adquirir las nuevas cualidades. Para ello se necesita inspiración. Revelación. Voluntad. Atención. Oído. No es simple subir por empinadas cuestas, cuando uno carga el lastre de la tierra, de la parentela, de la casa que ya no es de uno. Para llegar a la “tierra que te mostraré”, previamente hay que salir del territorio ajeno, que hasta el alumbramiento se pensaba y se sentía propio. Destapar las cobijas, quitarse los pañales, despojarse de las seguridades aparentes, y respirar. Así de simple. Así de difícil. No se puede subir un escalón si los zapatos están adheridos con pegamento al inferior. Hay que hacer fuerza y despegarlos o dejarlos allí de recuerdo y seguir ascendiendo descalzos.

Cualquiera puede quedarse en la casa de su padre. Aun cuando se asfixie. Aun cuando es mantenido y pierde la independencia. Para Lej Lejá, para salir para ti y para tus intereses, sin embargo hace falta ser un Avram. Para ser un gran pueblo, para llegar a la Heredad.

Avram no se conformó con la intención. Al oír el llamado se puso en marcha. Fue la acción lo que lo convirtió en Abraham. Así pudo también recibir la bendición de “Y haré de ti una gran nación y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás una bendición”. Abraham es una bendición para el Otro, porque pudo serlo para él mismo.

Avram hizo algo muy simple en compañía de su gente: “salieron para ir a la tierra de Canaán; y llegaron a la tierra de Canaán”. Nada los desvió. No hicieron experimentos intermedios. Analicemos por favor, unos fragmentos de las Escrituras que nos pasan desapercibidos: “Y tomó Teraj a Avram, su hijo, y a Lot, hijo de Harán, hijo de su hijo, y a Saray, su nuera, mujer de Avram, su hijo; y salió con ellos de Ur de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y llegaron hasta Jarán y allí se establecieron (11:31). Teraj el politeísta, también intentó llegar a la tierra de Canaán, pero, se quedó en la mitad del camino. Si Avram no se hubiera despegado, hubiera muerto en Jarán, y junto con él, el embrión del pueblo que de él salió, se hubiera enterrado en su Jarán. Teraj no había oído el Lej Lejá. Salió por su cuenta. En una aventura o una fuga. Quería llegar a Canaán, pero, no a “la Tierra que te mostraré”. Terrible diferencia, que en nuestro lenguaje podríamos traducir así: Teraj sabía que el ideal consistía en llegar a Canaán, e hizo mucho más que muchos líderes e ideólogos sionistas en la última centuria. Enfiló a Canaán. Pero, se quedó en el camino, quizás diciendo discursos, quizás enviando a otros, a lo mejor haciendo turismo institucional. Desde Jarán deseaba que otros lleguen a Canaán. Reconoció la centralidad de su Canaán, pero quería que otros vayan allí. Avram no dijo discursos. No escribió artículos. No buscó pasajes rebajados y subsidiados que lo acerquen por unos días a Canaán para seguir a París y a Madrid, y volver a Jarán. Decidió unirse a la “Tierra que te mostraré” para hacerla suya. Para construirla y construirse en ella. Pese a los peligros. A la incertidumbre. A la presión de Teraj. Del Teraj, el padre pagano, servidor de Nimrod, que no pudo sacudirse la esclavitud de la comodidad supuesta.

Abraham, el hombre de fe, vivió siempre bajo gran presión. De su padre, de sus esposas, de sus hijos, pero, pudo abandonar su futuro pagano asegurado, por el régimen y sus prebendas, su popularidad en el séquito de los cómplices de Teraj, pero se liberó encontrando el sentido a su vida. Ese Abraham libre, después de la Revelación personal, no teme enfrentarse con el Creador peleando con él por el futuro de Sodoma y Gomorra. Lej lejá, fue para él, ir hacia el mismo. Confrontándose en sus propias disyuntivas tuvo la fuerza de liberarse e ir hacia la tierra «que te mostraré». Abraham aprobó diez pruebas a las que fue sometido. Y convirtió la tierra «que te mostraré» en la suya propia y la de sus hijos. No fue nada fácil, pero, superó su ambiente y las experiencias de la vida. A su padre. A sus compañeros de la escuela. A su sociedad, amistades y cultura. Logró desmoldarse para que nosotros seamos libres en la Tierra que le fue prometida para él y para sus hijos. La tierra de Israel. Que es mía. Que es la de los hijos de Abraham, cuando decidan el Lej Lejá que nuestra parashá nos recuerda.

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