Mientras esperamos el nuevo gobierno

4 mayo, 2019 ,
Benjamín Netanyahu Foto: GPO Amos Ben Gershom

Han pasado ya las elecciones. Benjamín Netanyahu ha sido convocado nuevamente para formar gobierno y han comenzado ya las negociaciones correspondientes. Esto, junto con las prolongadas vacaciones que acompañan la celebración de Pésaj (la Pascua judía), nos han sumido en una especie de período de hibernación política, en lo que nada parece suceder (al menos en comparación con las estridencias de las políticas electorales y si no se toman en cuenta los contradictorios comentarios que pretenden explicar el previsible resultado).

Aunque de esa hibernación saldremos muy pronto, gracias cuando menos a los ruidosos entretelones de las idas y venidas entre los partidos minoritarios de derecha que aspiran a integrar la nueva coalición de gobierno y las maniobras del Primer Ministro designado para constituir esa coalición. Y de las negociaciones anteriores, hemos aprendido a no creer nada de lo que mientras tanto se diga, sea de lo que se acepta como de lo que se rechaza, hasta no llegar a la aprobación formal del gobierno en la Knéset (y aún entonces seguramente desconoceremos varias de las partes secretas de esos acuerdos entre las partes).

Pero más allá de ese juego político (o politiquero), que parece tener como propósito inmediato el de construir una barrera legal (o legalista) que impida continuar con los procesos existentes contra Benjamín Netanyahu, es preciso reconocer la existencia y persistencia -a veces solapada, a veces estridente- de fuertes conflictos al interior de la sociedad israelí, lo que ha llevado inclusive a sostener en alguna oportunidad que dichos conflictos podrían llegar a ser más graves que los que resultan del enfrentamiento palestino-israelí (aunque ahora resulte más elegante relegar ese conflicto a un segundo plano, con la promesa de que se resolverá una vez que se llegue a acuerdos -conducidos de la mano por nuestro actual y futuro Primer Ministro- con los gobiernos de los países árabes “moderados”).

Los conflictos internos arriba referidos se sitúan en diferentes planos: el religioso, el étnico, el político, el social, y en ese sentido no difieren demasiado de lo que sucede en otras latitudes, aunque pueden resultar -y a veces resultan y se teme que continuarán resultando- en agudas confrontaciones. De hecho, los resultados del Indice de Democracia Israelí 2018, preparado por el Instituto Israelí de Democracia, se comentan así en relación con las tensiones dentro de la sociedad: “En la muestra total, hubo sólo dos casos en que la mayor parte de los encuestados caracterizó el nivel de tensión como moderado: el que existe entre ricos y pobres y entre askenazim y mizrajim. Las tensiones entre los grupos restantes (judíos religiosos y judíos seculares, derecha e izquierda y judíos y árabes) fueron calificadas como altas por una mayoría de los encuestados. En otras palabras, Israel es percibido por sus ciudadanos como una sociedad seriamente dividida.”

Seguramente es ese tipo de situaciones lo que habría llevado a Amos Oz a dejar testimonio, en su ensayo “Queridos fanáticos”, del poder destructivo de esos fanatismos y, por extensión, de su capacidad para impedir una solución a la ocupación de los territorios.

Sin embargo, llama la atención que esos conflictos no hayan hecho mella, aparentemente, en el funcionamiento económico de la sociedad israelí. Tanto es así que parecería que los desarrollos políticos y de seguridad se deslizan en paralelo con los económicos (entendiendo por desarrollos paralelos aquellos que no se contactan unos con otros), a diferencia de lo que sucede en otros países, donde la presencia de conflictos internos continuos afecta seriamente su despeño económico (como es el caso de la Argentina, por ejemplo).

De esta forma, mientras que el 58% de la población judía de Israel cree que habrá de “vivir por la espada” para siempre, como resulta de la reciente encuesta de opinión (2018) llevada a cabo por el Instituto de Estudios de Seguridad Nacional de Israel, y un 63% no cree que pueda alcanzarse un acuerdo con los palestinos en un futuro cercano, de acuerdo con los resultados de la misma encuesta (aunque, paradójicamente, 58% de los encuestados en ese estudio apoya una solución de dos Estados), en materia económica parecería que se estaría viviendo en otro mundo.

En efecto, los datos macroeconómicos configuran un panorama estable y sostenible, con una inflación controlada y aún situada a veces por debajo de los parámetros fijados por el Banco de Israel, una tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto moderada pero persistente y un bajo nivel de desempleo, aunque el déficit fiscal estaría ubicado por encima de lo deseable. El crecimiento del ingreso por habitante continúa positivo, pero en los últimos años está resultando casi desdeñable (1,5% y 1,3% en el 2017 y 2018, respectivamente).

Pero una mirada crítica a las perspectivas futuras señala preocupaciones frente al cuasi estancamiento de las exportaciones de bienes, en un panorama internacional poco dinámico, mientras que en el plano social es cada vez más notoria la necesidad de reforzar el presupuesto de salud, para tan sólo mantener los actuales niveles de prestación de servicios. A ello se suman las carencias presentes en el sector educativo y las deficiencias del sistema de transporte público, a las que se atribuye una parte significativa en el lento crecimiento de la economía. Se suman a ellos las diferencias regionales, tantos en términos productivos como de calidad de vida (ambos elementos interactuando) y las presiones por incrementos presupuestales en el área de defensa. Todo esto en su conjunto representa presiones sobre el presupuesto futuro (2020), aún mientras el nuevo gobierno no termina de constituirse.

¿Cómo se financiarán esos necesarios incrementos? ¿Se aumentará el ya abultado déficit fiscal? ¿Se aceptará revisar el sistema tributario, con sus aumentos correspondientes? ¿O se recurrirá, como siempre, a recortes que permitan priorizar los aumentos para defensa sin afectar los intereses de los grupos de mayores ingresos? Un muy reciente estudio de la OECD (“Bajo presión: la estrujada clase media”, Abril 2019) muestra que en Israel la clase alta (definida como la población con ingresos superiores a un 200% de la mediana) representa el 18%, la clase media (con ingresos de entre 75% a 200% de la mediana) constituye el 54%, la clase baja (ingresos entre 50% y 75% de la mediana) forma el 16% y la clase pobre (ingresos entre 0% y 50% de la mediana), el 19%. Esto se compara con los promedios de la OECD, que son de 9% para la clase alta, 61% para la clase media, 18% para la clase baja y 11% la clase pobre.

Estas cifras confirman, en términos comparativos, los sesgos en la distribución del ingreso en el país, así como la existencia de espacios para aumentar la presión tributaria con impuestos progresivos. Pero ese tema está muy debajo de las prioridades políticas actuales. Y mientras tanto, las negociaciones avanzan, aunque los votantes -la población toda- están como siempre al margen de ellas.

Al fin y al cabo, se trataba sólo de votar; y el voto no incluía un mandato de qué y cómo negociar; de eso se hacen cargo los elegidos, sin responsabilidad alguna frente a sus electores. ■

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