Acaba de comenzar oficialmente el verano en el hemisferio norte, aunque los calores vienen sintiéndose en Israel desde hace un tiempo. Y con el comienzo del verano comienzan también a planearse aquí las vacaciones, que convierten los meses de julio y agosto en un período lánguido y lento, poco propicio para otras actividades que aquellas asociadas al “dolce far niente”. Seguramente, consideraciones de este tipo son las que llevan a minimizar las campañas políticas para las próximas elecciones nacionales, fijadas para el 17 de setiembre, aunque también es posible que el bajo perfil que muestran hasta el momento las actividades electorales sean un producto del desconcierto -y quizás también del malestar- que esta nueva convocatoria habría producido en gran parte de la sociedad israelí.
Pero puede que sean otras preocupaciones más acuciantes en el horizonte cercano, las que generen ese aparente bajo interés por la política interna. Porque las tensiones en el Medio Oriente se están agravando peligrosamente, con la creciente confrontación entre los EEUU e Irán, y no hay forma de ocultar que esa confrontación afecta a Israel, por más que en los medios de comunicación ese tema se maneje de forma discreta, como manteniendo distancias. Lo cierto es que la situación geopolítica (eufemismo que se suele utilizar por estas latitudes para referirse a los conflictos tan frecuentes en el área) es muy delicada, con el episodio del reciente derribo del drone americano por parte de Irán, como culminación (hasta el momento) de una cadena de incidentes bélicos que se han venido sucediendo en la zona. Con ese telón de fondo están teniendo lugar estos días importantes conversaciones tripartitas en Israel entre los asesores de seguridad de alto nivel de los EEUU, Rusia e Israel. Estas conversaciones no tienen precedentes y en ellas el tema iraní, junto a discusiones alrededor del futuro de la situación en Siria, ocupa seguramente un espacio central. Es de desear que todo ello lleve a que impere la cordura en la región, pero hasta que la razón se imponga, mucho puede suceder.
Mientras tanto, en las (escasas) discusiones internas alrededor de las próximas elecciones, lo que probablemente resulta más saliente es la insistencia de Avigdor Liberman en promover la constitución de un gobierno de unidad nacional, al cual ha anunciado que adheriría siempre que se excluyera a los partidos religiosos. Ese gobierno estaría integrado, de acuerdo a sus planteos, por los partidos que obtuvieron la mayor votación en las recientes elecciones -Likud y Kajol Lavan- y por supuesto su propio partido (Israel Beiteinu). La base de la propuesta es precisamente la exclusión de los partidos religiosos de la coalición gubernamental que se constituya después de la próxima elección, exclusión que probablemente resulte atractiva para una proporción creciente de la sociedad israelí.
Pero lo que llama la atención es la denominación de gobierno de unidad nacional, sin clarificar que es lo que eso significa. De acuerdo a cómo se lo define en Wikipedia, un gobierno de unidad nacional es un gobierno con una amplia coalición que abarca a todos los partidos (o a todos los partidos mayores) de la legislatura, formada usualmente durante tiempos de guerra u otra emergencia nacional. El énfasis en la existencia de una emergencia nacional que lleve a diferentes partidos a unirse por encima de sus diferencias parece ser la constante en las diferentes definiciones existentes de un gobierno de unidad nacional. Pero en los planteamientos de Liberman, sin embargo, no se hace mención alguna a situaciones de emergencia que requirieran un gobierno de unidad nacional. Quizás la situación actual en Medio Oriente pudiera justificarlo, pero estas circunstancias no parecen estar detrás de la propuesta de Liberman que, como se ha dicho, se apoya en la exclusión de los partidos religiosos en Israel en una coalición gobernante. Y más allá de ello, la propuesta carece de todo programa, como por otra parte es la característica de todas las propuestas electorales que se presentan a esta sociedad
En medio de todo este caos -agravamiento de la situación geopolítica en la región, conversaciones tripartitas sin precedentes entre EEUU, Rusia e Israel sobre temas de seguridad regional, preparación (al ritmo que sea) de las próximas elecciones nacionales- se inserta la convocatoria estadounidense para discutir, en Barhéin, la propuesta económica del “acuerdo del siglo”, preparado por los EEUU para alcanzar la paz entre Israel y los palestinos. La reunión correspondiente está terminando estos días, seguramente sin resultados claros y sin la participación oficial de los propios interesados, aunque quizás su resultado más importante sea el de mostrar interés por mantener viva la necesidad de resolver el conflicto, contra las presiones por continuar con el estatus quo. Y eso ya es ganancia.
En el intertanto, el comportamiento económico de Israel parece constituirse en el mejor ejemplo de una sociedad en la que impera el automatismo del mercado, ya que la atención de la población -y del gobierno- está en otra parte. Y mientras ello ocurre, comienzan a producirse cambios estructurales de importancia en el funcionamiento de esta economía, que es preciso seguir con atención, puesto que lo positivo que estos cambios traen consigo pueden también resultar, en algunas circunstancias, peligrosos. Una rápida mirada a los resultados de las relaciones económicas externas de Israel puede ilustrar lo anterior.
En los últimos cuatro años, del 2015 al 2018, las exportaciones de Israel de bienes y servicios crecieron a un ritmo anual del orden del 5.6%, y en el 2018 alcanzaron un valor cercano a los 110 mil millones de dólares, lo que representa valores aceptables en un entorno internacional que se caracteriza por su lentitud en materia de crecimiento. Pero si descomponemos esas exportaciones, encontramos que las de bienes han crecido sólo a un 1,6%, mientras que las de servicios han aumentado aceleradamente, a una tasa promedio anual del 11.3%. De esta manera, las exportaciones de servicios, que en el 2015 representaban ya el 39% del total de exportaciones, pasan a constituir el 46% en el 2018. Y todo parece indicar que esa tendencia continuará.
De hecho, el balance del comercio exterior de bienes en Israel es persistentemente negativo, es decir, las importaciones de bienes superan largamente las exportaciones de bienes; y ese balance sólo se convierte en positivo cuando se le agrega el balance del comercio exterior de servicios. Pero como ya se ha señalado en otra ocasión (ver Nota publicada en AURORA el 2/5/2018) “lo que es destacable es que prácticamente la mitad de esas exportaciones de servicios son llevada a cabo por empresas multinacionales establecidas en Israel y la otra mitad por empresas israelíes con sucursales en el exterior, de modo que el alto crecimiento de las exportaciones de servicios se concentra en un número limitado de empresas.” En esa nota se señalaba también que la dependencia económica de Israel no se limitaba a su inserción en los esquemas de globalización, sino que se refería en gran medida a la concentración de un número acotado de empresas multinacionales situadas en los puntos claves de la dinámica económica del país. Y éstas pueden fácilmente retirarse si acontecimientos políticos de diferente naturaleza los llevaran a ello.
No cabe duda; tanto en lo político como en lo económico estamos, para decirlo de manera diplomática, en situaciones delicadas. Sólo cabe esperar que la inventiva nacional, tan elogiada en el campo de las innovaciones, decida aplicarse de una buena vez a la conducción de los asuntos públicos, a los que buena falta les hace un liderazgo con visión nacional. ■