Estamos ya a dos semanas de realizadas las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. El país más poderoso del mundo, con la constitución quizás más estable del planeta. A estas alturas, el resultado electoral es aparentemente cierto, pero aún no confirmado. Si esto pasa en el paradigma de democracia y civilización, separación de poderes y transparencia, uno se pregunta qué ha de quedar para otros países. Aquellos considerados menos avanzados, en llamados otros mundos, y con problemas tanto estructurales como circunstanciales.
En los últimos años, se ha dado un peso muy fuerte a las elecciones como el factor determinante para lograr cambios significativos, avances importantes y progreso en distintos países. Cuando una ideología o un proceso falla, cuando los gobernantes de turno no cumplen con lo prometido, ni con las expectativas generadas, se tiende a pensar que un cambio de gobernantes, vía las elecciones, serán la solución a los problemas.
Es cierto. Las elecciones, la alternabilidad en el poder de partidos y de funcionarios, logran establecer cierto equilibrio, evitar ciertos vicios y ayudar al progreso. Siempre que haya gobernabilidad, y que las elecciones, precedidas de campañas electorales respetuosas y respetables, constituyan la norma. El acto electoral es un mecanismo, un instrumento. No un fin en sí mismo.
En el caso de Israel, y ahora de los Estados Unidos de América, a pesar de lo distinto que son sus problemas, realidades, retos y circunstancias, el peso que se le ha dado a las elecciones para lograr soluciones rápidas es desproporcionado. Un cambio de administración ejecutiva, no ha de cambiar la formación y conducta de una sociedad si la misma se ha acostumbrado a desprestigiar a las autoridades, si todos usan un lenguaje inapropiado. Si se irrespeta el imperio de la ley, si las instituciones son agredidas y el intercambio cotidiano es grosero, lo que viene es desorden y luego, la anarquía y la ingobernabilidad.
El bienestar de una nación es responsabilidad primaria de sus habitantes, y son los gobernantes los encargados de administrar los recursos y la infraestructura nacional. Las leyes y normas de buena conducta, cuando son respetadas por todos, garantizan la convivencia, el progreso y la confiabilidad. Así como son los ciudadanos de un país, así son en definitiva sus gobernantes. Un proceso que termina retroalimentándose para bien, o para mal. Con pesar y pesimismo, muchas veces vemos un deterioro lamentable en el debate que dan lo políticos de aquellas democracias que consideramos ejemplares, y que además tienen la función auto-asignada (¿osadía?), de dictar pautas a otros países, a otros ciudadanos.
En un mundo globalizado, donde todo ocurre en tiempo real, las omisiones y errores no pasan desapercibidos. El sistema electoral americano enseñó sus costuras y la demora en proclamaciones oficiales de los resultados no es una buena señal, ni un buen ejemplo. Obliga a reflexionar a todos acerca de la necesidad de invertir y esforzase en subir el nivel educativo, el compromiso de los ciudadanos con sus países. Y dar, todos, un ejemplo de civilidad y buenas maneras. Al ritmo que vamos, convertiremos a nuestras sociedades en reductos de déspotas y maleducados ciudadanos, que se agredan unos a otros no solo verbalmente.
El nombre de “banana república” fue muchas veces endilgado a países de escasos recursos, de poblaciones poco ilustradas. Parece que el término es extensivo no solo a repúblicas, sino también a otros “estados” y países.
Elecciones y acciones que hablan por sí solas.