Conocidos ya los resultados de las elecciones nacionales, Benjamín Netanyahu -como dirigente del Likud- será invitado por el presidente de Israel para formar un nuevo gobierno, que encabezará como primer Ministro. La lógica se inclina por considerar que ese nuevo gobierno estará claramente ubicado en lo que en Israel se denomina derecha, con base en una coalición encabezada por el Likud, con la participación de los partidos religiosos (Iahadut Hatorá y Shas), de la Unión de Partidos de Derecha, de Israel Beiteinu y de Kulanu, que en conjunto contaría con una mayoría de 64/65 diputados en una Knéset de 120 miembros.
Cierto es que, en teoría, el Likud -es decir, Benjamín Netaniahu- podría explorar la posibilidad de conformar una coalición de al menos 71 diputados con el partido de Benny Gantz (Kajol Labán), constituyendo lo que sería llamado un gobierno de unidad nacional (sea lo que sea lo que esto signifique en las actuales circunstancias y quien sabe con qué acuerdos entre ellos). Pero en la práctica, esta opción aparece como descartable en vista de los fuertes conflictos personales existentes, más que por razones ideológicas (aunque la “política” israelí nos ha brindado sorpresas mayores).
A partir de esto, todo lo que se puede presentar son meras conjeturas, aunque sea posible asignar una alta probabilidad a que el panorama en el futuro próximo resulte similar al que ha venido desarrollándose en los últimos años, caracterizado por el mantenimiento del estatus quo, en particular en lo relativo a los territorios ocupados, pero también en el plano económico y social.
Es aparentemente ese mantenimiento lo que ha predominado en estas elecciones, incluyendo en ese mantenimiento la continuidad de la presencia de Netanyahu al frente del gobierno, pero también -a modo de un pensamiento subliminal- la persistencia de una política de profundización de la ocupación territorial en Cisjordania. Y esa política se ha visto reafirmada cuando en la víspera de la elección, Netanyahu anunció su propósito de anexar los territorios ocupados (sin abundar en los detalles de ese propósito).
A nadie se le escapa que cualquier avance en materia de anexión territorial equivale a la desaparición de toda esperanza del establecimiento de dos Estados para dos naciones, en el espacio que va entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Tampoco es un secreto que esto conduce, a la larga, a la conformación de un Estado único cuya población estaría constituida por judíos y árabes palestinos, en proporciones similares. Pero ese Estado, que hace pocos meses aprobara la Ley de la Nación-Estado del pueblo judío, no reconocería los mismos derechos a sus habitantes árabes palestinos que a sus habitantes judíos, lo que consolidaría la noción de “apartheid”, tantas veces discutida. ¿Será eso lo que la sociedad ha querido decir al emitir su voto?
Seguimos situados, naturalmente, en el plano de las conjeturas, No sabemos, por ejemplo, qué contiene y hacia qué tipo de soluciones se orienta el tantas veces mencionado Plan de Paz del Presidente Trump, Pero la manera en que ese plan se viene manejando, proclamando cada tanto que se trata del Acuerdo del Siglo aunque su publicación se ha venido posponiendo “para no interferir con las elecciones en Israel”, parece formar parte de una táctica de negocios más que un movimiento diplomático serio (porque nada impidió que días antes de las elecciones los EEUU reconocieran como israelíes a las alturas del Golán, capturadas a los sirios en la Guerra de los Seis Días, y con Netanyahu en Washington asistiendo a la firma de esa resolución).
También en el plano de las conjeturas, parece legítimo preguntarse qué importancia tiene para el futuro del país el que en estas elecciones hayan sido no uno ni dos sino al menos cuatro ex comandantes en jefe del ejército de Israel lo que se han opuesto expresa y públicamente a la continuidad en el gobierno del actual Primer Ministro del país (de esos cuatro ex comandantes, tres integran las listas del partido Kajol Laban y el cuarto, Ehud Barak, ha hecho oír claramente su opinión sobre el particular).
Téngase presente que en Israel el ejército aparece, año con año, como la institución en la que la población más confía: más del 80% de la población judía, de acuerdo a los resultados del Indice Israelí de Democracia que publica anualmente el Instituto de la Democracia de Israel. Esto resalta frente a los porcentajes de confianza depositados en el gabinete de gobierno [34%], medios de comunicación [33%], Knéset [30%] y partidos políticos [16%], según el Indice Israelí de Democracia 2018.
Obviamente, esos cuatro ex comandantes en jefe no representan actualmente al ejército, pero su oposición al actual Primer Ministro transmite de alguna manera un mensaje con relación al tema de la seguridad, que ocupa sin duda un papel central en el imaginario social: y ese mensaje es que Netanyahu no tiene ni la clave ni el monopolio de la seguridad, y que es prescindible.
Sin embargo, la realidad inmediata a la que nos enfrentamos es la muy probable instalación de un nuevo gobierno -orgullosamente autoproclamado como un gobierno de derecha- presidido por Benjamín Netanyahu y que entre sus primeras acciones intentará contrarrestar, de una u otra manera, los efectos negativos que tendrán las conocidas acusaciones pendientes contra él. En estas circunstancias y mientras se puede aún presumir de la existencia de valores democráticos en el seno de la sociedad -al menos al interior de la línea verde- resulta necesario replantear las formas de hacer política en el país.
En efecto, la desconfianza hacia los partidos políticos, ejemplificada en ese 16% arriba señalado, corre parejo con una significativa indiferencia por la acción política cotidiana y con una percepción de la política como una actividad despojada de valores éticos.
Revertir esta situación es la tarea central e inmediata de la oposición (si se mantiene como oposición). No se trata sólo de dar la lucha en la Knéset -una vez que resulte claro y explícito de qué tipo de lucha se trata-sino que por sobre todo se trata de crear conciencia en la sociedad de que la continuidad del estatus quo conduce a un callejón sin salida, de que los reclamos sociales, la calidad de vida y el bienestar material generalizado deberían formar parte de las preocupaciones de la población, y que la acción política del ciudadano debe ir más allá de una participación esporádica en las elecciones.
¿Por qué no promover la creación de comités vecinales, donde cada ciudadano pueda expresar sus preocupaciones y escuchar y discutir con sus representantes los proyectos de futuro y las soluciones que se proponen? ¿O es que la democracia la construyen los otros, y no nosotros? ■