Aprender a oponerse

27 febrero, 2021 ,
Benjamín Netanyahu - Foto: GPO Haim Zach vía Flickr

Algo se está cocinando. No podemos detectar de qué se trata, ni siquiera podemos estar seguros de estar seguros, aunque esa sensación persiste. Porque no sólo estamos inmersos en esta pandemia, que de una u otra manera ha estado imponiendo la aceptación de ciertas disciplinas para poder sobrevivir, porque es también imposible olvidar que el cambio climático no es una amenaza lejana y que está imponiendo un nuevo -y amenazador- ritmo a las estaciones del año, diferente al que nos era familiar. Y porque la naturaleza humana parece no haber aprendido aún que el desarrollo desaforado de armas tan poderosas, como las nucleares, puede en un segundo acabar con todo lo creado. Y el desconcierto que nos acompaña cuando escrutamos el futuro es mayor que nunca. Algo se está cocinando.

Pero a pesar de ello el optimismo se nos cuela y de alguna forma va despejando las dudas más fuertes. Y aprendemos, de otras crisis y de otras pandemias y de otras catástrofes (algunas muy cercanas), que podremos remontar una vez más las vicisitudes actuales. Comenzamos así, aunque más no sea para darnos ánimo, a vislumbrar (¿imaginar?) alguna claridad en el horizonte.  E inevitablemente, el horizonte aparece con rasgos de cambio, alentando a pensar que allá, mañana, las utopías se harán realidad. Así se explica la fe en la prédica de una nueva normalidad, y las expectativas de que pronto se corregirían las injusticias que el modelo actual impone a las sociedades que lo practican, que se guiarían en su lugar por comportamientos éticos que pondrían las poderosas tecnologías existentes -el tiempo récord puesto en desarrollar vacunas eficaces contra el Coronavirus es un ejemplo destacado-  al servicio del bienestar de la especie y de su entorno.

Sería bueno poder decir que en tanto la voluntad colectiva las asuma como propias, esa fe y esas expectativas estarían justificadas. Pero eso de la voluntad colectiva es sólo una figura retórica en este entorno, porque la realidad se muestra como muy otra. Porque cuando parecería que estamos ya cerca de comenzar la cuenta regresiva de la pandemia, continúan a la orden del día los choques económicos entre bloques y sus secuelas políticas, que ahora se manifiesten también a través de las disputas por la colocación de las vacunas. Porque problemas como los que plantean las megaempresas que dominan las redes sociales, así como los que derivan del cambio climático, anteceden a la pandemia y parecen continuar a pesar de ella. Porque el largo trayecto de definición, aceptación e internalización de valores democráticos esenciales -el reconocimiento y la defensa de los derechos humanos individuales y colectivos- está siendo puesto en entredicho. Y por ello es preciso ser más cauteloso al imaginar el futuro post pandemia, para evitar ser ganados por la desilusión si los resultados no resultan, en lo inmediato, como más nos gustaría.

Lo anterior es aplicable, con sus naturales variantes, a lo que viene sucediendo globalmente, aunque es posible apreciar -si pese a todo mantenemos aún una cierta dosis de optimismo- algunas señales positivas que no sólo critican el estado de la sociedad, sino que gestionan activamente, desde los propios gobiernos, cambios de fondo en el funcionamiento económico. Así, por ejemplo, en los EEUU, baluarte del capitalismo, hoy se promueve abiertamente un aumento significativo en el salario mínimo, se defiende la continuidad de la intervención del Estado con un claro sentido redistributivo (cosa que hasta hace poco era casi inadmisible). Ciertamente se trata de una lucha entre liberales y conservadores, y nada asegura quienes serán los triunfadores, pero al menos esa lucha existe, así como se lucha también por mantener o recuperar espacios democráticos, como testimonian los conflictos en Mianmar o en Hong Kong, por ejemplo.

Sin embargo esto, y ejemplos similares en otras partes del planeta, contrasta con lo que viene  sucediendo en Israel, en vísperas de la próxima elección nacional, la  cuarta en menos de dos años. Es ya una obviedad señalar que el tema central -casi podríamos decir único- de esta elección gira alrededor de la continuidad o discontinuidad en el poder del actual Primer Ministro Benjamín Netanyahu. Pero aún así, no deja de asombrar la falta real de otros planteamientos, en una sociedad y en un país al que no le faltan problemas serios. Una enumeración incompleta de éstos incluye los conflictos internos que enfrentan a religiosos con seculares, a mizrajim (“orientales”) con ashkenazim (“occidentales”);  el alto porcentaje de pobres y la muy sesgada distribución del ingreso en una economía que se precia de estar al nivel de los países desarrollados; la continua ocupación de territorios y el mantenimiento de un estatus quo frente a la población de esos territorios que amenaza seriamente -si no es que ya lo ha logrado- socavar los principios democráticos que el propio Estado proclama defender. Y quizás sea preciso agregar la extraña fascinación, en la sociedad israelí, por la continua mención de “amenazas existenciales” a la que es tan proclive el actual Primer Ministro y que es, junto con las reiteradas referencias a su decisiva participación en la obtención de las vacuna anti Coronavirus para Israel, un infaltable ingrediente de su discurso electoral.

La persistencia de este tipo de problemas -previos a la crisis sanitaria, presentes durante la misma y que continuarán cuando ésta sea superada- es entendible perfectamente (aunque no necesariamente compartible), a la luz de la breve pero agitada historia del Estado de Israel y de los azares de su fundación.  Lo que resulta bastante menos claro es la escasa controversia que esos problemas -en particular los de carácter económico y los de seguridad- parecen despertar al interior de la sociedad israelí, cuando ésta está siendo convocada, una vez más, a elegir sus gobernantes. De hecho, ninguno de esos temas aparece como relevante en la confrontación electoral, a pesar de que la forma en que esos problemas vayan evolucionando -los de seguridad, los de la ocupación, los relativos a la operación de una economía que funciona a dos velocidades y profundiza las brechas sociales, los enfrentamientos étnicos y religiosos- definirá ineludiblemente el futuro de esta sociedad.

Pero algo se está cocinando. Y ese algo, en el Israel actual, quizás requiera pasar por un proceso electoral que explícitamente se centre alrededor del rechazo de Benjamín Netanyahu como jefe de gobierno, para despejar el camino que pudiera llevar a un despertar de esta sociedad. No nos engañemos; un resultado electoral que permita a un político diferente de Netanyahu conformar una coalición podría llevar, en las actuales circunstancias políticas y de acuerdo a lo que las encuestas perecen indicar, a la constitución de un gobierno abiertamente favorable a los asentamientos en los territorios ocupados, opuesto a la creación de un Estado palestino, así como decidido partidario del actual modelo económico y social, entre otras cosas. Pero si ese fuera el resultado de la próxima elección, lo que se lograría en lo inmediato sería al menos una toma de conciencia de que “hay vida después de Netanyahu”, removiendo así ese mayor obstáculo para poder comenzar a construir alternativas al estatus quo actual. Y ello aunque sea desde la oposición, pero una oposición que convoque a esta sociedad a pensar y a actuar, que pierda el miedo a discrepar sobre los temas de seguridad, que reconozca que los valores éticos se aplican a propios y ajenos  y que sea capaz de liderar auténticos movimientos sociales. No es una tarea fácil, pero es necesaria, aun si el precio a pagar sea aprender a oponerse, para reivindicar los principios que llevaron a crear este país.

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