Afganistán, la herencia envenenada de Biden

Collage que demuestra la fuerza armada extranjera y las visitas de diplomáticos estadounidenses a Afganistán. - Foto: Wikipedia - Dominio Público

Dos siglos de violencia, guerras interminables, fallidas conquistas y gobiernos fracasados, junto un sinfín de revueltas y golpes palaciegos, dibujan un cuadro trágico de esta nación que no acaba de vertebrar y articular un proyecto colectivo o un Estado. La intervención de los Estados Unidos, en el año 2001, lejos de solucionar los problemas, los enquistó, y la guerra dura ya veintiún largos años.

En octubre del año 2001, una vez que los Estados Unidos habían sufrido los ataques del 11-S, las fuerzas occidentales, con el apoyo de algunas milicias locales antitalibanes, comienzan la ofensiva contra el Gobierno integrista de Kabul formado por los talibanes. En apenas unas semanas, a finales de ese mismo año, los objetivos políticos y militares se han conseguido y una administración prooccidental, liderada por Hamid Karzai, se instala en el nuevo Afganistán.

Sin embargo, el país estaba devastado y la guerra, lejos de haber concluido, estaba apenas en una nueva fase. Tras veintiún años de guerra ininterrumpida, Afganistán ha sido más destruido que ningún otro país desde la Segunda Guerra Mundial, sin contar Vietnam. Los afganos habían causado más daño a su propio país que los soviéticos durante su efímera conquista,

«En estos veinte años largos, los más de 130.000 hombres desplegados por un contingente militar formado por casi 50 naciones no ha conseguido derrotar a los talibanes, conformar una fuerza militar local capaz de imponer orden y seguridad en el territorio y garantizar, al menos, que la amenaza terrorista fuera conjurada en las ciudades más importantes del país. Unos cuatro mil soldados de la alianza liderada por los Estados Unidos han fallecido en esta guerra y de ellos el 60% eran norteamericanos. Después de veinte años, llegó la hora de aceptar dos verdades importantes respecto de la guerra en Afganistán. La primera es que no habrá ninguna victoria militar del Gobierno y de sus socios estadounidenses y de la OTAN en ese país. Las fuerzas afganas, si bien son mejores de lo que eran, no son lo suficientemente buenas, y es poco probable que alguna vez lo sean, para derrotar a los talibanes. Esto no se debe simplemente a que las tropas del Gobierno carezcan de la unidad y el profesionalismo para imponerse, sino a que los talibanes están altamente motivados, gozan de un respaldo considerable en el país y cuentan con el apoyo y crucial refugio de Pakistán», aseguraba Richard N.Haas, experto en temas internacionales y ex asesor de George Bush.

El ejército afgano, formado por 120.000 hombres, es una institución caracterizada por la corrupción, la falta de patriotismo para desarrollar una labor eficaz y seria y la desmoralización creciente ante la previsible derrota que podría llegar a manos de los talibanes una vez que el último occidental armado abandone el país. La mayor parte de los soldados afganos piensan que tras la retirada occidental se repetirá el mismo guión que ocurrió con los soviéticos y que los talibanes regresen esta vez para quedarse para siempre en el poder.

Se calcula que los talibanes podrían tener algo más de 50.000 hombres, una fuerza considerable para seguir manteniendo en jaque a las autoridades “democráticas” instaladas en Kabul por los occidentales tras una suerte de simulación de elecciones libres y en las que los afganos participaron con bastante desgana y apatía. La democracia ha sido siempre una idea ajena a esta nación, en parte porque hay ni tradición ni historia que avalen su éxito en una sociedad tan arcaica y primitiva.

La situación hoy

La situación no es sencilla para el ejecutivo de Kabul que apoyan los occidentales, según el análisis del ya citado Haas: » De hecho, la situación es más bien la contraria. Lo que queda de Al Qaeda se ha trasladado a la frontera paquistaní y los talibanes dominan aproximadamente el 80% del sur de Afganistán y el 43% del país en su conjunto. Todo ello significa que el Gobierno de Kabul tan solo tiene el control indiscutible sobre el 57% del territorio, una reducción considerable respecto al 72% de hace unos años. Es inevitable que, en los próximos meses, esa proporción se reduzca aún más. En opinión de varios observadores afganos, estamos a punto de perder la guerra en aquel país».

A todos estos elementos, que ya de por sí conforman un cuadro bastante complejo y adverso para los intereses occidentales, hay que sumar el escaso interés de Europa y los mismos Estados Unidos por el contencioso afgano en un momento de numerosos escenarios de crisis en la escena internacional y la escasa credibilidad de la actual administración de Kabul. Aparte, hay que añadir la crisis del Covid-19, que distrae todos los recursos políticos y económicos de todos los Estados del mundo en poder afrontarla.

Nuevas estrategias para no perder la guerra

“En Washington, ya nadie habla de Afganistán”, dice Mark Maz­zetti, corresponsal de The New York Times en la Casa Blanca y ganador del Premio Pulitzer. En la capital y en todo Estados Unidos hay un hartazgo por la guerra más larga en la que ha participado este país. Ya no está entre las prioridades de nadie. La CIA cree que Afganistán está devorando demasiados recursos. Incluso en el Pentágono, que solía mostrar más interés que los demás, están quedándose ya sin fuerzas.

A este hartazgo reinante en Washington y a la forma en que los talibanes parecen querer explotarlo a favor de sus propios intereses políticos, también se refería Haas: «Sin embargo, lo que realmente debilita las perspectivas diplomáticas es que los talibanes no ven muchas razones para llegar a un acuerdo. Es solo una cuestión de tiempo, parecen creer, para que Estados Unidos se canse de tener tropas estacionadas en una nación muy lejana y de gastar alrededor de 45.000 millones de dólares al año en una guerra imposible de ganar».

Y concluye el mismo analista su reflexión con esta aseveración conclusiva: «Tal vez estén en lo cierto. Con el reciente anuncio de la Casa Blanca de que aproximadamente la mitad de los 14.000 soldados estadounidenses desplegados hoy en ese país pronto se marcharán, y la retirada de Siria, no sorprende que los talibanes y otros insurgentes lleguen a la conclusión de que es tan solo una cuestión de cuándo los restantes 7.000 efectivos de Estados Unidos (y otros 8.000 soldados de la OTAN) se van a retirar, no de si lo harán o no».

Un retiro total de las tropas norteamericanas, en virtud de la forma en que obró Trump y tal como se desarrolla el conflicto sirio, donde los Estados Unidos han dejado al régimen de Bashar al-Assad en manos de Rusia, no es un escenario descartable, dado el escepticismo del presidente Trump con respecto al futuro afgano y ahora del mismo Biden. El actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, parece compartir la misma política que su antecesor La administración norteamericana se mueve en este conflicto entre la frustración por los escasos avances logrados sobre el terreno y la inacción diplomática, contando poco con los vecinos de Afganistán y apenas consultando a sus aliados con respecto al futuro del país. Un consenso entre Estados Unidos, Rusia, India y Pakistán acerca del “problema afgano” podría resolver mucho las cosas en este país y sentar los carriles para un plan para salir del embrollo.

Sin embargo, las dos últimas administraciones norteamericanas -Barack Obama y Donald Trump- han hecho todo lo posible para mantener en el poder a Ashraf Ghani, pese a que su presidencia, por múltiples factores, está a punto de colapsar. Su dependencia de la ayuda económica occidental es clave para pagar los sueldos de los militares, los funcionarios y mantener el mínimo funcionamiento de las estructuras del Estado, sobre todo en lo relativo a las instalaciones educativas y sanitarias. Eso no ha sido óbice para que la economía se encuentre al borde del colapso, sea cada vez más dependiente del tráfico de drogas y absolutamente conectada a las ayudas que recibe de un Occidente cada vez más cansado de la interminable crisis afgana y el elevado grado de corrupción que impregna a toda la administración.

Una necesaria nueva dirección política por parte de los Estados Unidos

El futuro del país no se presenta nada halagüeño, desde luego, y a los problemas estructurales se le suman los coyunturales. En primer lugar, en Afganistán nunca ha habido la unidad suficiente como para construir un Estado coherente, autónomo y estructurado territorialmente. No es difícil de prever que uno de los escenarios más previsibles de cara a los próximos años es que se agudicen las viejas fisuras tribales, étnicas y lingüísticas que caracterizan a la sociedad afgana y las mismas desgarren al país en interminables conflictos.

Quizá la única posibilidad real de resolver este conflicto no se trata tanto en intentar ganar la guerra, como pretenden los Estados Unidos, sino en no perderla, y emplear medios políticos y diplomáticos para lograr ese objetivo. Así lo explica N.Haass en relación con la estrategia que Estados Unidos que, según él, debería emplear: «También ayudaría si Estados Unidos reorientara sus esfuerzos diplomáticos. Los actuales se centran en negociar un acuerdo interno con los talibanes. Una estrategia más fructífera podría ser convocar a seis vecinos inmediatos de Afganistán (que incluyan tanto a China e Irán como a Pakistán) y a otros actores, entre ellos Rusia, India y la Unión Europea, que tengan un interés en el futuro del país. A ninguno de ellos le interesa que Afganistán se convierta en una guarida para el terrorismo y la producción de drogas. Esta no es una estrategia para ganar, sino más bien para no perder. Para algunos puede no ser lo suficientemente ambiciosa, pero, en Afganistán, hasta los objetivos aparentemente modestos tienen cómo volverse aspiracionales».

“El gobierno de Biden debe decidir, además, qué hacer con sus aliados de la OTAN, quienes mantienen una cantidad más sustancial de fuerzas en Afganistán que EE. UU., y -como lo indica la experiencia postsoviética- debe diseñar un plan para influir sobre la situación en el país y la región después de la retirada”, señalaba con acierto el experimentado diplomático sueco Karl Bildt.

Las elecciones parlamentarias de octubre 2018 tampoco ayudaron mucho a sosegar el ambiente político y se celebraron en un clima de gran violencia, inseguridad y nula tranquilidad, teniendo que ser canceladas en algunos lugares y otorgando unos resultados de dudosa legitimidad democrática. «Diez candidatos asesinados, docenas de seguidores muertos y cientos de heridos. Ataques bomba contra los centros para el registro de votantes y asesinatos sumarísimos de los voluntarios electorales. Así ha sido la carrera para conquistar los 250 asientos de la Wolesi Jirga, la Cámara Baja de Afganistán, en una de las elecciones más violentas que se recuerdan, que supuestamente acababa este sábado con la celebración de los terceros comicios parlamentarios de la historia del país», contaba el diario español El Mundo al referirse a estos comicios.

¿Pero podrá sobrevivir Afganistán sin la ayuda exterior y sin el apoyo de los Estados Unidos y de los países miembros de la OTAN? “El desafío es formidable. Afganistán es uno de los países más pobres del mundo. Hoy día, el ingreso del Estado afgano está apenas por encima de un tercio de lo que EE. UU.destina solo a mantener sus diversas fuerzas de seguridad. Ni qué hablar de la asistencia estadounidense al sector civil (que, por cierto, representa menos de la mitad de las contribuciones europeas). De hecho, Afganistán depende de la asistencia externa para mantener su categoría de Estado desde que Rusia y el Reino Unido jugaron su ‘Gran Juego’ en el siglo XIX”, respondía el ya citado Bildt sobre esta espinosa cuestión.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se verá confrontado a dilemas muy serios en Afganistán, donde se acerca la fecha prevista para la retirada completa de sus tropas, y los talibanes no parecen dispuestos a renunciar a la violencia. En definitiva, si Estados Unidos se retira y el “proceso de paz fracasa, será el regreso a la violencia generalizada” con resultados impredecibles. “La nueva administración de Estados Unidos ordenó una revisión del acuerdo firmado con los talibanes en febrero de 2020 en Doha, que prevé la retirada total de las fuerzas estadounidenses de aquí al 1.º de mayo, a cambio de garantías en términos de seguridad por parte de los milicianos, y el compromiso de que se pondría en marcha un diálogo de paz con el Gobierno afgano”, concluía el ya citado Bildt. Pero estas negociaciones de paz, iniciadas en septiembre en Doha, avanzan muy lentamente y en Afganistán no hay un día sin que estalle una bomba, se produzcan ataques contra las fuerzas gubernamentales o haya un intento de asesinato contra una persona destacada de la sociedad civil.

Los talibanes niegan cualquier responsabilidad en esta ola de violencia, pero para Washington, no hay dudas sobre su responsabilidad. “Desde nuestro punto de vista, los talibanes son responsables de la gran mayoría de los asesinatos selectivos”, dijo un alto responsable militar norteamericano sin identificar, que considera que han creado un “ecosistema de violencia”. Los asesinatos de periodistas, personalidades políticas y religiosas, defensores de derechos humanos y jueces se multiplicaron recientemente en Afganistán, sembrando el terror en el país e incitando a miembros de la sociedad civil a ocultarse o exiliarse.

Para el analista político Davood Moradian, las cosas están claras y ve en los mismos detrás a los talibanes, en una estrategia deliberada para expandir el caos y mostrar que el Gobierno es incapaz de proteger incluso a las personalidades más eminentes. “Al debilitar al Estado afgano, el enemigo se acerca a su objetivo final, que es derribar el sistema constitucional vigente”, estima Moradian, anticipando que esta práctica se intensificará en los próximos meses.

Los talibanes niegan ser los responsables de estos asesinatos, algunos de los cuales fueron reivindicados por la organización Estado Islámico, pero cuya responsabilidad tan poco está clara y es puesta en duda por muchos. Pero los servicios secretos afganos sospechan que la red Haqqani, un grupo sanguinario vinculado a los talibanes y que efectúa sus operaciones más complejas, está detrás de estos crímenes. Al parecer, según fuentes de los servicios secretos afganos, la red Haqqani comete estos asesinatos para los talibanes, habría un acuerdo evidente entre todos ellos.

El conflicto promete ser largo porque «los talibanes se sienten ya vencedores de esta guerra, especialmente tras el acuerdo de retirada, con el que han obtenido la liberación de 5.000 de sus guerrilleros encarcelados, sin ofrecer garantía alguna a Washington de que su territorio no volverá a ser un vivero de terroristas con capacidad de atacar a Estados Unidos, como sucedió en 2001», tal como aseguraba el analista Lluís Basset, del diario El País, de España.

Pese a todo, queda la duda sobre el ambiente si la actual administración norteamericana de Biden, que hereda esta “patata caliente” de la administración Trump y también de Obama, retrasará la retirada de las tropas norteamericanas, arrastrando a todas las fuerzas de la OTAN a hacer lo mismo, y, con ello, colateralmente convertir a las mismas en blanco de los siempre aguerridos talibanes, prolongando la guerra afgana indefinidamente. Como señalaba Basset, «como tampoco puede irse y lavarse las manos, Biden acaba de lanzar un plan de paz, con un alto el fuego, el establecimiento de un proceso constituyente que incluya a los talibanes y la implicación, por primera vez, de las grandes potencias regionales (Turquía, Rusia, China, India y Pakistán) en la negociación de la salida». Plan incierto, pero al menos un horizonte que en el corto plazo podría allanar el camino para que cesen las armas, al menos temporalmente.

Concluyo con unas palabras de William Pfaff y que ponen en entredicho esa creencia occidental de que nuestros valores políticos, éticos y morales son transportables a cualquier latitud geográfica, tal como lo hemos intentado en Afganistán y en Irak. «Obligar a los votantes renuentes a una democracia es una idea intelectualmente insostenible, así como imposible de alcanzar», señala Pfaff. ¿Será así, volverá Afganistán a ser ese territorio indómito sin futuro y sin Ley para sus sufridos habitantes? El tiempo nos dará las respuestas a todos estos interrogantes.

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