¿Qué puede esperarse de estas elecciones?

19 febrero, 2020 , , , ,
Foto: REUTERS/ Nir Elias

No caben dudas. El ámbito político está totalmente dominado por las próximas elecciones, las terceras en el curso de un año. Es difícil poder afirmar que ocurre lo mismo con el conjunto de la población; en ocasiones se tiene la impresión de que se ha generado un cierto cansancio, que lleva en muchas ocasiones a dejar de lado el tema en las conversaciones cotidianas. Y sin embargo, es probable también que la inquietud de la clase política en esta tercera convocatoria haya contagiado a la sociedad israelí -o al menos a una parte significativa de la misma- de manera que la aparente tranquilidad que se vive estaría ocultando fuertes tensiones, que sería prematuro estimar cómo y cuándo se manifestarán abiertamente.

Pero es evidente que el espectro de estas elecciones condiciona el resto de las actividades en el país. Es como si se viviera dentro de una burbuja, al exterior de la cual no pasa nada y todo está detenido, mientras la sociedad entera retiene el aliento esperando… ¿qué? Porque aunque está claro para quien quiera verlo, que en estas elecciones no están en juego dos modelos de gobierno, ni se trata siquiera de enfrentar diferentes visiones sobre la guerra y la paz, no resulta tan evidente qué es lo que separa a la actual oposición y a los partidos de gobierno, más allá de la lucha por mantener o por deponer al actual Primer Ministro. De hecho, si por alguna razón -impensable- ese personaje diera un paso atrás en su ambición, puede apostarse sobre seguro que, con elecciones o sin elecciones, no se tardaría nada en negociar un acuerdo de coalición entre el principal partido de gobierno, el Likud, con el principal partido opositor, Kajol Lavan.

Es decir, lo que el resultado de estas elecciones habrá de producir no es, en el corto plazo, un cambio significativo en las orientaciones políticas, económicas y sociales que vienen caracterizando al actual Israel, sino más bien un relevo en la conducción del gobierno (y eso siempre que se logre derrotar a la formidable máquina electoral del actual Primer Ministro). Pero ese no sería un resultado despreciable, porque la continuación en el gobierno de la actual coalición de partidos y agrupaciones religiosas y de derecha, encabezada por Benjamín Netanyahu (pese a la acusación y al procesamiento a los que está sujeto) supondría, entre otras cosas, la profundización de acontecimientos actualmente en marcha, que ponen en tela de juicio los fundamentos democráticos del Estado.

En todo caso, estamos ya inmersos en procesos que procuran socavar los principios sobre los que se basa un Estado democrático: gobierno de las mayorías con respeto por las minorías en un marco de autonomía de los poderes públicos (legislativo, ejecutivo y judicial) y defensa de los derechos humanos aceptados y declarados internacionalmente. Y lentamente nos hemos estado acostumbrando a escuchar y a aceptar que la izquierda (cualquiera sea la interpretación de lo que es izquierda) está muerta, que la ocupación no es ocupación sino “administración de territorios”, que las universidades, los medios de comunicación, los tribunales de justicia, están todos copados por los “izquierdistas” (los “smolanim” en hebreo, palabra que ya ha adquirido el estatus de insulto) y que el “pueblo” los debe juzgar. Y es así también que ya no sabemos si el Valle del Jordán es o no importante estratégicamente en los escenarios bélicos del siglo XXI, porque la opinión de militares expertos difiere de la de políticos profesionales; pero de todas maneras ya se da por hecho su anexión, que está además contemplada en la página 13 del “Plan de la Centuria” hecho público recientemente por el Presidente Donald Trump (sólo se discute cuando sería formalizada, sin mencionar que ello sería un clavo más en el ataúd de la paz).

Mientras tanto la vida continúa, aún al interior de la burbuja. Eso significa que en el quehacer diario es preciso ocuparse -o preocuparse- de mantener y mejorar el nivel de vida, de obtener para sí y los suyos una buena atención sanitaria, de buscar alternativas educativas adecuadas para las generaciones más jóvenes, de poder disponer de tiempo y recursos para el disfrute personal y familiar, de alcanzar un retiro digno cuando decrece la capacidad laboral. Todo esto y mucho más, que se vincula con las actitudes, aptitudes y rasgos culturales y de identidad de cada individuo, depende también en gran medida de su marco social y colectivo y del modelo de funcionamiento de la sociedad en que vive. Y parecería que la sociedad, en Israel, opta mayoritariamente por un modelo individualista de satisfacción de sus necesidades, dejando de lado los rasgos de solidaridad colectiva que alguna vez fueron su orgullo.

En efecto, como ya se ha señalado en repetidas ocasiones, el producto promedio anual por habitante en Israel se sitúa por encima de los 42,000 dólares equivalentes, lo que ayuda a situarlo entre el grupo de las economías desarrolladas. Ese nivel de ingresos debería permitir, aún en las condiciones de seguridad en que se encuentra Israel, una asignación significativamente mayor de recursos en áreas de bienestar comunitario, en mejores prestaciones colectivas de salud y en mayores inversiones en la educación en todos sus niveles.

Y sin embargo, lo contrario es lo que viene sucediendo. Los gobiernos, en una tendencia que lleva ya más de dos décadas, han estado recortando sistemáticamente el gasto público como porcentaje del Producto, acompañado de una disminución del ingreso tributario. Si se revirtiera esa tendencia, el gasto social permitiría seguramente alcanzar mejores y mayores niveles de prestaciones en áreas tan necesitadas de ello como la salud, la educación y el bienestar comunal. Pero a la población no parece importarle eso demasiado, al menos de acuerdo a las preferencias de voto, que se inclinan más bien por partidos afiliados a la vía thatcherista, que prioriza al mercado frente a la acción pública.

Es así como nada de eso -ni tampoco nada que tenga que ver con temas tan candentes como la continuidad de la ocupación y sus efectos sobre la conformación de la sociedad- aparece como tópico electoral. Aún cuando se reconoce que ese último tema afecta a la población (en una entrevista hecha por Carolina Landsmann a Nissim Mizrahi en el periódico Haaretz, éste comentó que en una encuesta que llevara a cabo con el Instituto Van Leer, la mayoría encuestada aceptó que no era bueno para Israel gobernar a otro pueblo, y que tampoco era moral gobernar a otro pueblo), ese sentimiento no parece pesar al otorgar su voto a quienes propugnan continuar y profundizar la ocupación.

Pero en las circunstancias actuales la batalla electoral se libra en otro terreno; no se trata, en lo inmediato, de un cambio en el funcionamiento de esta sociedad, sino de crear las condiciones para que ello pueda, eventualmente, darse en el futuro. Y la condición necesaria para ello es la substitución del actual Primer Ministro a la cabeza de un nuevo gobierno. Si ese fuere el resultado de las próximas elecciones, será recién entonces cuando ha de comenzar la verdadera tarea para construir los cambios que se requieren.■

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