Benjamín Netanyahu Foto: Amos ben Gershom

La acrobacia personal y política de Benjamín Netanyahu merece -más que sorpresa- admiración. En el curso del último año y principios del actual ha logrado constante atención en múltiples medios revelando un talento envidiable no sólo entre los jugadores de ajedrez; también para aquellos países y figuras que en el último siglo adoptaron y enriquecieron las lecciones mal leídas de Maquiavelo.

Considero justo restarle presuntos errores y delitos. Al menos en cantidad y calidad. Pues en comparación con no pocas figuras políticas históricas y presentes que han actuado y actúan en múltiples escenarios -cercanos y lejanos- los pecados que él habría cometido apenas tienen algún peso.

Cabe recordar: no mandó matar a persona alguna ni robó millones de dólares; no se le conocen perversiones ni severas patologías. Si cometió o no alguna ligereza a fin de elevar el volumen de su figura o para enriquecer su presencia en la Historia, los tribunales oportunamente decidirán. Considerando no pocos de sus logros cabe restar sin reservas ni vacilaciones los cargos que se le imputan cuando se saben y se conocen los actos de algunos líderes políticos en otras latitudes del mundo.

Sin embargo, la suma es grave y amplia cuando Netanyahu es considerado en el marco de la cultura judía e israelí. Definitivamente, si cometió o no algún delito será asunto de los jueces jerosolimitanos que oportunamente tratarán su caso. Juzgo que en términos de esta nuestra cultura y nuestras vivencias en un país que para sobrevivir físicamente y progresar como democracia ha recortado la vida de no pocos, sus actos apenas pueden ser tolerados.

Uno de ellos: repetir que nada hay y nada habrá pues su conducta fue y es impecable. Fatigada frase que en estos días la fiscalía gubernamental impugna y, sin opciones razonables, Netanyahu deberá presentarse en los meses venideros ante los tribunales.

El otro: obligar la realización de un tercer torneo electoral que trae consigo altos costos jurídicos, financieros y políticos. Nadie hasta hoy se había burlado tanto del predicamento de un Montesquieu para quien la división y la disciplina en el ejercicio de los poderes garantizan no sólo la democracia: también la humana convivencia.

Y uno más: solicitar el apoyo directo y oblicuo de encumbrados líderes a fin de que le faciliten textos en Washington y en Moscú para colmar los espacios televisivos. Textos e intenciones que pueden acarrear altos costos no sólo en el medio político nacional; también en los vínculos hasta hoy razonables con países y culturas cercanas que gravitan en Israel.

Una suma y resta apenas fragmentarias cuyo resultado final se conocerá en los meses y años venideros.

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