Las heridas que dejó el peor atentado de Argentina aún duelen 25 años después

Tareas de búsqueda y rescate tras el atentado a la AMIA Foto: Fuerzas de Defensa de Israel vía Flickr

En el número 633 de la calle Pasteur de Buenos Aires aún resuenan los ecos del horror. Año tras año, cada 18 de julio, la herida que allí se abrió ese día de 1994 sangra más si cabe al honrar la memoria de las 85 víctimas mortales del mayor atentado perpetrado en Argentina, por el que nadie cumple condena.

«Vuelven a aparecer las imágenes, las vivencias de aquella mañana. No es una letanía que se repite año tras año. Es una herida que tiene 25 años y no cicatriza», afirma Daniel Pomerantz, uno de los más de 300 heridos que dejó la explosión del edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).

Ese lunes de invierno parecía ser uno más. El día anterior se había jugado la final del mundial de fútbol de Estados Unidos, en la que Brasil se alzó con su cuarta copa del mundo, y todo apuntaba a que en ese tedioso inicio de semana no se hablaría de otra cosa.

Pero nada más lejos de la realidad. A las 09.53 hora local una bomba marcó para siempre la historia argentina en el mismo año en que la mutua, dedicada a promover el bienestar social de la comunidad judía en el país austral -la más numerosa de Suramérica- cumplía su primer siglo de vida.

«Todos los sentidos quedaron afectados. Una nube muy densa de humo, la imposibilidad de ver lo que teníamos muy cerca, un olor muy penetrante, ese ruido, la sensación de inestabilidad…», relata con precisión Pomerantz sobre lo ocurrido en el lugar donde en ese momento, con 30 años, se desempeñaba en labores de administración.

Había llegado temprano al edificio, y el empeño de un compañero por verle y charlar sobre un asunto de trabajo le llevó a salir de su oficina poco antes del atentado.

«No quería verlo porque quería tomar ese primer café que nos saca la modorra y el frío. Le dije que no, me insistió, tanto insistió que le dije que sí. Preferí ir a verlo y no que fuera él a mi oficina», afirma Pomerantz, que con el paso de los años llegó a ser director ejecutivo de la AMIA, puesto que sigue ocupando.

De pie en la puerta del despacho de su colega, y haciendo el constante amago de marcharse mientras su compañero le retenía con más preguntas, el estruendo del ataque les dejó en shock y ya nada volvió a ser igual. En medio de la confusión, Daniel pudo salir, llegar a un patio trasero y comprobar que nada quedaba en pie del edificio.

La insistencia de aquel hombre -que también pudo sobrevivir- fue crucial para salvar su vida, ya que su despacho, en el que hubiera estado si no hubiera sido por él, quedó completamente destruido.

No corrieron la misma suerte decenas de sus compañeros de la mutua judía, como tampoco las víctimas de otras confesiones que fueron tocadas por la tragedia, como Guillermo Benigno Galarraga, propietario de la imprenta ubicada frente a la AMIA.

La onda expansiva de la bomba se cobró la vida de Willy, como le llamaban sus allegados, y la de uno de sus operarios, mientras que su mejor amigo y socio, Humberto Chiesa, y una secretaria lograron sobrevivir.

«A mi tío lo encontraron al día siguiente y a Humberto lo pudieron rescatar rápidamente», narra Agustina Galarraga, sobrina de Guillermo.

Ese 18 de julio los escolares estaban en casa por ser vacaciones de invierno. Agustina, que solo tenía 11 años, y su familia se enteraron por televisión de la voladura de la mutua, mientras se preparaban para ir al cumpleaños de una tía.

«No se sabía qué pasaba con Willy, si se había salvado, si no. Hasta que al final llegó la noticia. No sé quién fue a reconocer el cuerpo, pero lo reconocieron por los zapatos», evoca con emoción.

Un cuarto de siglo después y ya adulta, Agustina es artífice de una muestra instalada en la actual sede de la AMIA, que fue construida en el mismo lugar donde estaba el detonado edificio.

En «Týpos», esta artista plástica expone el nombre de cada uno de los 85 fallecidos, de forma individual, en tarjetas que imprimió usando caracteres tipográficos metálicos de la imprenta de su tío, que sobrevivieron al atentado y que hace poco le entregó el propio Humberto.

Piezas que estaban guardadas en un depósito de la calle Pasteur pero a varios metros de la imprenta.

«No era un material que utilizaran tan seguido porque en 1994 ya tenían otro tipo de maquinarias. Y los tipos de plomo no se utilizaban tanto, salvo ocasiones especiales para tarjetas elegantes o para casamientos», recuerda Agustina, que busca ser una «voz de expresión» del terrible suceso y perseguir el «reclamo de justicia».

Para montar la exposición, la también docente consiguió una vieja máquina -de las conocidas como Minerva-, y, pedaleando, con delicadeza, imprimió las 85 tarjetas -que enmarcó una a una- y otras 8.500, a 100 por víctima, para colocarlas en montones de forma simbólica.

El atentado, atribuido por la Justicia argentina al entonces Gobierno de Irán y a la organización islámica libanesa Hezbollah, fue el segundo contra la comunidad judía en Buenos Aires, después de que 29 personas murieran en 1992 por la colocación de otra bomba ante la Embajada de Israel.

El país persa nunca ha colaborado para extraditar a los sospechosos y nadie ha cumplido condena por ninguno de los dos ataques, cuya investigación ha estado desde el origen plagada de irregularidades y acusaciones de encubrimiento contra altas autoridades, como los ex presidentes argentinos Carlos Menem (1989-1999) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015).

Este jueves, como cada 18 de julio, un acto recordará, a la misma hora y lugar del atentado, a todos quienes vieron truncadas sus vidas aquel día de hace un cuarto de siglo.

No faltará Daniel Pomerantz, quien tras reponerse de las heridas físicas que le dejó la explosión -y aunque nunca dejarán de escocer las psíquicas- se convirtió en testigo vivo de la masacre y en abanderado de la «memoria».

«No hay que bajar los brazos y hay que seguir insistiendo». Ese es su lema. Y el de todo un país que sigue clamando justicia. EFE

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