Alemania, ante un terror neonazi que nunca dejó de existir, sólo se transformó

Dolientes se reúnen frente a la puerta de la sinagoga de Halle Foto: REUTERS/Hannibal Hanschke

El ataque antisemita de Halle (este de Alemania) sacó de nuevo a colación la existencia de un terror ultraderechista alemán que nunca dejó de existir, pero que se transformó en réplica del supremacismo internacionalizado.

Solo la impericia de Stephan Balliet, el ultraderechista de 27 años autor del atentado, evitó una masacre en un templo judío de Alemania, país comprometido con el deber de no olvidar el horror del Holocausto.

No logró franquear la puerta de la sinagoga, sus armas le fallaron, tampoco estalló un artefacto de fabricación casera y, además, sus dos víctimas mortales no eran ni judíos ni inmigrantes, como pretendía.

«Soy un completo perdedor», reconoce Balliet, al final del vídeo de 35 minutos que iba transmitiendo con una cámara de vídeo en su casco. Con ella captó el momento en que mata a una mujer que le interpeló ante el templo y también cuando disparó una y otra vez contra al cliente de un local de comida turca.

La frase es en un inglés algo precario; su intención es clara: crear imitadores, como él mismo pretendió serlo del supremacista australiano que mató a 50 personas en su atentado contra dos mezquitas en Christchurch.

«No es una sorpresa esta nueva dimensión del terror ultraderechista en Alemania», apunta Jan Rathje, politólogo de la Fundación Amadeu Antonio, creada en memoria de un joven angoleño asesinado por los neonazis en 1990.

El neonazismo alemán tiene sus redes, plataformas para comunicarse, anunciar su siguiente acción o difundirla en directo, afirma Rathle. Ya no se rige por estrictos esquemas «clásicos» del ultraderechismo germano, sino que trata de globalizar sus actos.

La Fundación Amadeu Antonio tiene documentados 169 muertos a manos de la ultraderecha desde la reunificación alemana en 1990. El Gobierno cifra en «al menos 84» esa cifra de víctimas mortales.

La plana mayor de la política alemana, desde la canciller Angela Merkel hasta el presidente Frank-Walter Steinmeier, expresaron estos días su horror ante lo que «hubiera» podido ocurrir en Halle. El ministro del Interior, Horst Seehofer, afirmó que la lucha contra el terror ultra es el gran desafío al que se enfrenta el país.

El número de ultraderechistas identificados por el espionaje de Interior ha subido de modo continuado en los últimos cinco años. En 2018 eran 24.100, de los cuales la mitad están fichados como «dispuestos a la violencia».

Fundaciones como la dedicada a Amadeu Antonio, consagradas a apoyar a las víctimas de la violencia ultra, recuerdan que, frente a las condenas de estos días, está la realidad de los recortes infligidos en las ayudas públicas a sus proyectos.

No es la primera ni la más mortífera sacudida que el neonazismo asesta a la clase política. En 2011, Merkel asoció por primera vez el término terrorismo a la ultraderecha. Había salido a la luz el trío «Clandestinidad Nacionalsocialista» (NSU), que entre 2000 y 2007 mató impunemente a nueve inmigrantes, siempre con la misma pistola, sin que se investigase un posible móvil racista o vínculo entre esos crímenes.

«Una vergüenza para Alemania», admitió entonces la canciller, en medio del cúmulo de negligencias policiales. La existencia de la NSU salió a la luz a raíz del suicidio de dos de sus miembros. La sospecha de a cuántos otros asesinatos ultras se dio carpetazo sin la debida investigación planea desde entonces.

Dos años después del asesinato del angoleño Amadeu António, golpeado hasta la muerte por un grupo neonazi, y coincidiendo con la llegada de centenares de miles de refugiados de los Balcanes, Alemania se vio sacudida por una oleada de ataques xenófobos.

En agosto de 1992, grupos de jóvenes y otros vecinos acosaron durante casi una semana un albergue de vietnamitas de Rostock (este), que acabó pasto de las llamas. Unos meses después, tres turcas murieron en un ataque incendiario de neonazis a su casa de Mölln (norte); en 1993, otras cinco turcas murieron entre las llamas mientras dormían, en Sölingen (oeste).

En 1994, una sinagoga ardiendo, en Lübeck (norte), en otro incendio provocado por las ultras, devolvió a Alemania imágenes que parecían erradicadas desde la capitulación del Tercer Reich.

A más tardar en 2011, con el desmantelamiento de la NSU, quedó clara la existencia de un entramado ultra, asesino, racista y organizado.

La penúltima señal de alarma fue el asesinato a sangre fría, el pasado julio, del político local Walter Lübcke, defensor de la acogida de refugiados. Su asesino era Stephan Ernst, un neonazi de 45 años.

Considerarlos lobos solitarios es un simplismo peligroso, afirma Elmar Thevessen, experto en terrorismo de la televisión pública ZFD. Todos ellos forman parte de un «movimiento supremacista internacional», advierte. EFE

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